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El Taller

Para Suzanne y Salvador, la colonia Popotla de la Ciudad de México bien pudo evocar el ambiente campirano francés de sus tempranas juventudes, pues era un lugar arbolado, con extensos pastizales, despejado y fresco la mayor parte del año. Asentada desde entonces sobre un antiguo barrio del mismo nombre, la colonia Popotla comenzaría a tener un notable crecimiento para cuando la familia Pesquera Amaudrut llegó a residir ahí.

Al interior de la casa de los Pesquera-Amaudrut, la vida trancurriría en un ambiente de tranquilidad y prosperidad, aunado a que el negocio también crecía: Suzanne encargándose de la administración y la recepción de los clientes, por un lado, y de los cuidados de Daniel y Jean Claude por el otro, procurando su crecimiento, educación y disciplinamiento, siempre con un profundo amor.

Salvador, por su parte, permanecía abocado a su prestigioso trabajo artístico como ebanista, sumergido en una especie de alquimia nutrida por su imaginación, sensibilidad, diseño, habilidad para el dibujo, desarrollo de la técnica, creación y, sobre todo, un profundo conocimiento.

Además, Muebles de Marquetería engrosaba poco a poco su cartera de clientes, produciendo cada vez más. Esto implicaba elaborar el mueble con los más elaborados detalles y previamente las decenas de plantas (bocetos y planos) de cada uno de ellos, precisando a detalle buena parte de sus ángulos y perspectivas.
Por ello, a pesar de que trabajaba durante extensas jornadas diarias, Salvador comenzó a aleccionar a sus primeros empleados, transmitiéndoles sus avezados conocimientos y experiencias, quizá sin imaginar en ese momento que aquellos jóvenes trabajadores se convertirían en destacados maestros de la ebanistería en el arte, surgidos del “¡mejor taller!”, como lo definiera Francis Javely, uno de sus clientes y amigos, para quien no existió alguno que le igualara, pues era único.

Parte de esa ayuda que Suzanne y Salvador recibirían llegó de la familia francesa. Cécile Jacqueline, hermana menor de Suzanne, encontró nuevos aires en la urbe mexicana, invitada por Salvador. Llegó a trabajar con ellos hacia 1958, cumpliendo con tareas administrativas, como elaborar presupuestos que le encomendaba Suzanne. Además, se dedicó a vender y atender clientes aprovechando su carisma, aunado a la confianza que su cuñado y hermana le tenían, pues el trato al cliente que desplegaban requería de un cúmulo de finas actitudes. Después de un tiempo, Cécile decidió retirarse luego de casarse.

Quien también llegó a colaborar con Suzanne y Salvador a la residencia-taller de Popotla fue Marie Amaudrut, madre de él. Permanecería al lado de su hijo, su nuera y dos nietos en una casa enclavada en una región que parecía darles la comodidad suficiente para permanecer tranquilos, hasta que finalmente falleció el 17 de febrero de 1971.

El pueblo de Popotla, un lugar con gran historia en tiempos precolombinos, fue el lugar que Salvador y Suzanne eligieron para vivir y establecer el prestigioso taller Muebles de Marquetería S. A. de C. V. Aquí, por ejemplo, fue un asunto cotidiano su encuentro con el Árbol de la Noche Triste, reproducido en esta obra por el magnífico pincel de José María Velasco, en 1885.

En suma, hacia el final de la década de los cincuenta habían ya consolidado un entorno cotidiano favorable y relaciones que se fortalecían con el pasar de las semanas y los meses y que como tal proseguirían en la siguiente década; desde los hábitos y costumbres de la localidad, hasta las relaciones laborales y con amigos y coterráneos.

Por ejemplo, lo mismo abrían las puertas del enorme zaguán de la casa para comprar la leche que les llevaban del establo, o iban al centro de la Ciudad de México a bordo del tranvía eléctrico, ya fuera para asistir a algún evento cultural, parque o celebración religiosa, que para simplemente proveerse algunos bienes o ropa, o incluso para ir al Banco del Atlántico en la actual calle de Venustiano Carranza, en el Centro Histórico, donde por cierto, Suzanne y Salvador fueron los primeros en tener cuenta de cheques.

Si Salvador necesitaba ir a cerrar alguna negociación con algún cliente, o a comprar el material que requeriría para continuar su histórico arte, bastaba que abordara el tranvía o condujera su Renault de ida y vuelta por la calzada México-Tacuba, ya que por lo general sus proveedores se encontraban en las inmediaciones del centro capitalino.

En esos años, hubo también tiempo de fortalecer las relaciones dentro de la comunidad francesa que por entonces se había reducido, pese a que los éxodos de ciudadanos galos provocados por las guerras mundiales se incrementaron entre los años veinte y cuarenta, aunque desde hacía varias décadas ya habían forjado en México un abanico de profundas raíces que tocaban la educación, el arte, la gastronomía, la arquitectura, la política, entre otros rubros, a los cuales Salvador y Suzanne también colaborarían con su trabajo y buen trato.

A partir de la década de 1950, el crecimiento urbano en la Ciudad de México fue incesante.
Ello mejoró sustancialmente la movilidad y comunicación de la familia Pesquera Barbé con otras zonas.

Dentro de la comunidad francesa forjaron amistades entrañables, como la de Maurice David y luego su esposa Magdalena. Con él, Salvador volvió a demostrar su calidad humana y solidaridad, pues luego de que Maurice y él se conocieran, probablemente en algún evento entre los coterráneos residentes en la Ciudad de México, Salvador le brindó su apoyo, lo invitó con alguna frecuencia a comer y ya después lo introdujo en el mundo de la ebanistería de arte.

Para cuando Magdalena y Maurice se casaron, vivían en Zona Rosa, pero después, al mudarse a Lomas de Chapultepec, Salvador hizo una intervención magistral para remodelar la nueva residencia de sus amigos: intervino puertas, paredes y desde luego creó magistrales muebles.

Pero ya fuera con él o con algunos otros franceses, Salvador y Suzanne compartieron sus vidas con los suyos, acercándose de alguna manera a sus raíces europeas, pero sin dejar de sentirse cobijados en México. Frecuentaron el Club France cada 14 de julio, cuando se conmemora la Toma de la Bastilla, o iban al Panteón Francés de la Piedad el 11 de noviembre, por el fin de la Gran Guerra. Era igualmente una fecha de celebración el armisticio francés al término de la Segunda Guerra Mundial.

Estos mismos vínculos propiciaron también que Salvador fuera conocido en otras partes del mundo, pues su talento para el arte de la ebanistería y la decoración serían solicitados más allá de las fronteras mexicanas. Fue a hacer avalúos a Washington, Nueva York y algunas otras partes del mundo, destacando también que varias de sus creaciones llegaron a Francia en diferentes etapas.

Curiosamente, su sello apareció muchos años después en una exposición de muebles en París; Salvador, entonces octagenario, se congratuló de ver su obra en el recinto, y más aún cuando el joven al que le comentó que ese “mueble” era suyo, le respondiera, palabras más, palabras menos: “¡Ah!, ¿usted es el señor Pesquera? Pero usted vive en México y su logotipo lo tenemos registrado”.

Hubo también un momento en el que Salvador pudo optar por no venir a México ante una tentadora oferta de trabajo. Se trataba de una invitación de la biblioteca, fundación y museo de J. P. Morgan, en Nueva York, para que se hiciera cargo de los muebles de estos lugares. Quienes lo invitaron sabían del historial profesional de Salvador, pero sobre todo que había egresado de la escuela del Louvre.

Es posible que un amigo de la familia, el general Taylor, haya colaborado para que llegara tan importante ofrecimiento. Era un longevo general vinculado a Morgan padre. Entonces quizá él le habló a los Morgan del señor Pesquera, quien finalmente declinó.

El delicado y minucioso trabajo de Salvador implicó muchas veces la fabricación de su propia herramienta de trabajo,
el cual guardaba celosamente en aquella caja de herramientas con la que desembarcó del S. S. Washington cuando decidió,
junto con Suzanne, residir en México.
La marquesa del Fierro (en la imagen), fue una figura importante en la vida de Salvador y Marie Amaudrut,
pues con ella desarrolló su talento y habilidad en el arte de la hospitalidad.

Tiempo después, cuando la inseguridad en nuestro país se incrementó considerablemente, Salvador llegó a comentar que debió haber aceptado el trabajo en este recinto de investigación inaugurado en 1906. Sin embargo, de haber sido esto posible, Daniel y Jean-Claude, sus hijos, tal vez hubieran sido llamados para engrosar las filas de las tropas de EUA en la Guerra de Vietnam.

Además, con Salvador abocado a los cuidados de los muebles, entre los cuales se encontraban los que alojaban los manuscritos, libros impresos, incunables y otros tesoros bibliográficos del lugar, seguramente Muebles de Marquetería no hubiera florecido de la misma forma.

Pero Salvador, pese a los contratiempos dentro y fuera de Muebles de Marquetería, dio lo mejor de sí ante sus clientes junto con sus decenas de empleados –llegaron a ser treinta, o más de cien cuando el trabajo aumentaba de forma desmedida–, a quienes hacia finales de los años sesenta tenía ya perfectamente organizados e incluso algunos de ellos realizaban tareas de alto valor bajo su estricta supervisión.

A Salvador no le faltaron clientes de gran renombre y prestigio en los siguientes años, ante los cuales desplegó lo mejor de su arte. Recordar, por ejemplo, que atendió las solicitudes del presidente mexicano Miguel Alemán y sus familiares, con quienes además mantuvieron una amistosa relación.

Otros fueron Pedro Aspe Sais, abogado que por muchos años fuera director del Palacio de Hierro, a quien la empresa de ebanistería de arte le realizó un escritorio de marquetería poblana, entre varias obras más. Por su conducto, fue también que conoció a Max David Michel, presidente de la tienda departamental Liverpool, a quien le diseñó muebles para su casa.

El empresario y abogado Miguel S. Escobedo, al igual que su padre, fue otro de sus acaudalados clientes, incluso uno de los que más muebles compraba; y al ser dueño de una de las colecciones de arte más importantes de México, las obras de Muebles de Marquetería que quedaron bajo su resguardo recibirían sin duda un cuidado excepcional. El licenciado Escobedo solía decir que don Salvador era quien más conocía de ebanistería de arte y decoración de toda América.

Por otra parte, algunas más sus piezas cruzaron el Atlántico para ser presentadas en París; se las llevó el señor Barbaroux, propietario del lujoso Centro Mercantil, tienda departamental decana en la Ciudad de México que cerrara sus puertas en 1966. Un cliente más de esta envergadura fue la firma de telas Christian Fersen, a la cual le produjo diversos ejemplares a medida que embellecieron su tienda capitalina.

El amplio conocimiento y profunda sensibilidad sobre las maderas que Salvador Pesquera tenía, contribuyó al fino tratamiento y preparación de las mismas en cada una de sus creaciones (imagen izquierda). El proceso de fundición de metal de cada una de las piezas que adornaban las creaciones de Salvador requería no solo del uso de herramientas muchas veces confeccionadas por él, sino también de moldes cuidadosamente tallados (imagen central y derecha).

Mientras tanto, Suzanne se ocupaba de atender a estos y otros clientes con gran diplomacia y, en ocasiones, brindando un servicio de alta cocina durante las reuniones a las que convocaban para cerrar o continuar un negocio. Era ése el momento en el que ella echaba mano de su pasión y talento para preparar las mejores recetas de su arte gastronómico.

Suzanne tuvo también la ayuda de Rosa Villagrán, su incondicional asistente en estos ritos culinarios de gran valor social y cultural. Durante muchos años Rosa atestiguó cómo Suzanne planeaba las encomiables comidas. Atenta y dispuesta, participó siempre en la organización de cada evento, escuchando cómo Suzanne revisaba sus notas pasadas y sus interminables menús, pues primero veía quién vendría a comer y, si ya habían visitado antes la casa de los Pesquera-Barbé, que no se cometiera el error de repetir platillos.

Y para la familia, los platillos diarios llevaban también la etiqueta de manjar en el sentir de su esposo Salvador e hijos, y eran también formales y muy bien servidos, sin importar el día de la semana que fuera, aunque el viernes se comía un poco más tarde porque era el día en que más trabajo había.

Suzanne era estrictamente organizada. Anotaba todo. Con gran rigor y disciplina, por ejemplo, realizaba, cada viernes, las compras para surtir la despensa, incluido el pan. Lo mismo al establecer un programa para cada evento: entradas, platos principales, postres, bebidas… La perfecta combinación de todo ello, preparando las viandas a veces desde el amanecer. Suzanne y Salvador consideraban que cada reunión familiar, con amigos o de negocios, era una oportunidad para comprometerse, fortaleciendo lazos y sumando éxitos.

La comida de Suzanne, tan alabada por prácticamente todos, era una llave infalible para ello. Fue así que gracias a su sofisticada sazón, cultura de los insumos con los que preparaba sus deliciosos platillos, pero también al buen trato de ambos durante la sobremesa, algunos negocios se cerraban con los mejores augurios. Por ello, para Suzanne todo tenía que estar perfectamente cuidado para lograr ser absolutamente preciso en cada detalle.

“Al final de las comidas siempre había quesos de diferentes variedades y charla y convivencia, la sobremesa de toda buena soirée: copas, platitos con un poquito de agua por si se ensuciaban, se metían los dedos en el agua tibia, los pocillos para la sal con una pequeña cuchara. ¡Y por supuesto una servilleta de tela, sin lugar a duda! Claro, toda la mantelería tenía servilletas, muchos son diseños hechos por la señora, ella los hacía para que lucieran, para que se sintieran a gusto. Después del postre había más postres y al final siempre se servían quesos. “Claro al final es cuando se sirve el queso con unas rebanaditas de pan a veces untadas de mantequilla y a veces el pan solo, pero todo en sus platos apropiados”.

Fotografías y plantas o bocetos forman parte del copioso y prolífico trabajo que Salvador realizó envuelto en el sigilo de su oficina.
Ahí acumuló, en más de medio siglo de arduo trabajo creativo, miles de ejemplares que hoy conforman un valioso acervo.

Siempre grandes anfitriones, Suzanne y Salvador hacían sentir bien a los invitados con su trato exquisito no solo en los alimentos, sino también con su don de gentes. En las fiestas, que comenzaban a las dos de la tarde y acababan como a las seis o siete de la noche, también transcurrían envueltas en un ambiente de calidez desbordante gracias a su amabilidad, inmersa notoriamente en los mundos francés y mexicano, al igual que los guisos.

Cuenta su amigo Francis Javely: “Así como había comida francesa, también había pozole, festejos mexicanos, y se interesaban mucho de las cosas de México, tanto así que no pensaron en regresar a Francia. No, hicieron aquí su segundo hogar. Siempre hablábamos de las cosas de Francia y México”.

Es así que la casa de los Pesquera Barbé, junto con su empresa Muebles de Marquetería ahí domiciliada, fue por décadas el sitio donde, con un savoir faire fuera de la común, acontecieron gratos momentos. Convirtieron taller, casa y reunión en un mismo motivo. Incluso en el taller, solían organizar las fiestas importantes con los empleados. El 12 de diciembre, por ejemplo, la peregrinación para ir a ver y agradecer a la Virgen de Guadalupe; en Navidad y Año Nuevo un brindis con sándwiches y bocadillos para luego irse a cenar con la familia.

Pero el día de San José, era la mayor fiesta del año. Rosa, la cocinera, recuerda que “cada 19 de marzo se cooperaban los obreros con ellos y se hacía una buena comida, por San José carpintero. Ya le digo, porque a veces hasta a mí me tocó hacer las cosas y me decía la señora, a ver fulano y fulano van a hacer tal cosa, y fulano y fulano otra cosa, usted y yo vamos a hacer esto, y que fulanita y zutanita hagan esto porque a la hora de la comida tiene que estar la comida rápido porque hay que seguir trabajando. Y así lo hacíamos, se hacían grandes cantidades de comida porque había secretaria, chofer, ebanistas, carpinteros, talladores, tapiceros, herreros, barnizadores, un dibujante, todos de parte del taller, había mucha gente”.

En cada recepción de negocios, Suzanne se ocupaba personalmente del cuidado de los más mínimos detalles, de manera que sus invitados tuvieran una experiencia única cada que se sentaban a la mesa a departir los alimentos que ella preparaba.
Para aquellas piezas en las que se requería combinar las refinadas maderas con un elegante tapizado, Salvador solicitaba las mejores telas a su alcance, muchas de ellas incluso importadas de Europa (imagen izquierda). En las instalaciones de Muebles de Marquetería, Salvador halló el espacio necesario para montar, con el equipo y la mano de obra necesarios, una amplia sección en la que dirigió el trabajo de tapicería (imagen derecha).

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