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La Haute Cuisine

Día tras día, durante décadas, la comida fue un rito de excelencia que acompasaba las arduas tareas del taller. Era a la vez el remanso, el contacto, la armonía, la calidez, la sutileza y la paz. Madame Barbé, la creadora de tantas y tantas maravillas culinarias que desfilaron por las mesas de decenas de clientes, de los amigos, y por supuesto de los familiares de uno y otro lado del Atlántico. Para todos, el olor a comida que impregnaba el lugar en los instantes previos a la degustación de las viandas no dejaba lugar a dudas de que se trataría de un exquisito manjar.

Y es que Suzanne, con gran tino o quizá hasta picardía, abría la puerta de la cocina para que ese aroma se escabullera por el largo pasillo de la residencia que conectaba este espacio de trabajo de la casa donde trabajaban las flamas, las ollas y los hornos con la entrada principal, que era por donde llegaban los clientes y demás visitantes. Después, cerraba la puerta. Eran también aromas que en ocasiones permeaban el aire que circulaba por las habitaciones de los moradores de tan especial hogar. Tal vez también emanaba, de vez en cuando, hasta los confines del enorme taller de Salvador a través de las ventanas, hasta difuminarse.

Como expuso Rosa Villagrán en entrevista hace algunos años, “si hacía mucho calor no se daba sopa, sino ensalada; luego pescado, después el plato fuerte con una guarnición: papas, arroz o espagueti”. Desde luego que Suzanne no preguntaba, solo recurría a sus avezados conocimientos para hilvanar cada menú. De igual forma, era un deleite, para quienes le ayudaban y también para su familia, verla inmersa en las labores preparatorias.

Al respecto, agrega Rosa: “Se usaba el perejil, el cilantro, la cebolla morada y múltiples especies. Por ejemplo, la ternera se cocía con yerbas finas y echalote, luego se colaba. Al caldito que quedaba se le ponía yema de huevo y crema, con eso se bañaba la ternera luego de que se servía. Las papas, no siempre eran cocidas o fritas; a veces se hacía un plato de papa pelada en crudo, rebanada muy finamente y se le ponía una capa de mantequilla abajo, mucho perejil y mucho queso y jamón en cuadros; luego, capas sucesivas hasta terminar con queso, y perejil; se metía a hornear, se mojaba con leche y un poco de agua, porque la leche sola se sube y se pega y se echa a perder, no se cuece bien; y se horneaba esto, salía doradito, y se servía con pescado, según como fuera

En la época medieval tardía, los insumos solían ser tan vastos como fuera posible, dando lugar a banquetes que se distinguían por su abundancia desbordada, como se expresa a plenitud en este óleo del siglo XVIII.
Tradicionalmente, los hombres y mujeres dedicados a la haute cuisine solían tener una amplia cultura de las diversas especies de animales y vegetales que podían combinar en sus platillos, así como de otros insumos con los que elaboraban panes, aderezos, salsas y otros complementos, los cuales solían ser preparados por personal doméstico, como la cocinera que aparece en este cuadro de la segunda mitad del siglo XVIII, pintado por Pehr Hilleström (imagen izquierda). La haute cuisine evolucionó y se refinó a la par de las costumbres en torno a la mesa. En algún momento, por ejemplo, la opulencia de los banquetes. Como en este inmenso cuadro del siglo XVII de autor desconocido, titulado Fiesta del rey Bean (imagen central). Hasta antes de el desarrollo de los estándares de calidad de la haute cuisine, la ingesta de la comida y la forma de comerla, era habitualmente con las manos. Infinidad de publicaciones y grabados, como este del siglo XIX, de autor anónimo, dan cuenta de ello (imagen derecha).

“También me acuerdo de que se servían muchos espaguetis, nada más con ajo, perejil y mantequilla, le daba muy buen sabor. Aquí en México conseguía queso gruyere y lo cortaba en rebanadas o en cuadros y lo guardaba en papel aluminio, lo iba sacando conforme lo necesitaba. Tenía siempre una cocina muy variada que ella sabía cómo acomodar a sus guisos. Le gustaba preparar el gulasch, una carne como maciza, de res. Lleva mucha cebolla, jitomate y paprika y eso sí lo servía siempre con arroz blanco. Ella hervía el arroz en agua con sal, lo colaba y le ponía una remojada de agua fresca y lo esparcía en un plato y después por medio de un moldecito ponía un poquito de ese arroz, pero así, nada más hervido, era tan especial aquello que sólo le ponía una ramita de albaca o perejil o cualquier cosa como adorno algo para acompañarlo y sabía muy bueno.

“También les gustaba mucho la comida mexicana, mucho, el budín azteca era muy especial para ellos, la mamá de la señora Yola, la secretaria, le enseñó a hacer el pozole, el budín azteca, y otro guiso, otro que ella hacía de carne de cerdo en chile rojo, a base de chile guajillo con orégano, pimienta y un poquito de comino. De esa carne me acuerdo mucho porque teníamos que hacer frijoles refritos para servir una costilla de cerdo enchilada con frijoles a un lado.

La mesa, siempre dispuesta en la iluminada terraza de la propiedad de los Pesquera Barbé, debía brillar también y seguir un protocolo de etiqueta que Suzanne dominaba y cuidaba a la perfección; quienes colaboraban con ella, sabían desde cómo colocar el plaqué, según el orden de la comida: sobre los lados, de afuera hacia adentro, a la derecha cucharas y cuchillos, a la izquierda los tenedores.

Era tal el cuidado del detalle que en ocasiones Suzanne escribía el menú en pequeñas tarjetas, con una letra muy estilizada, las cuales enclavaba entre el follaje de sus espectaculares arreglos florales. Las copas se ponían siempre al frente, ordenándolas de derecha a izquierda, vino blanco o tinto y al final la copa de agua. Tenía varios servicios de café, vajillas para doce personas o más, copas de todo tipo, servicio Christofle de plata.

El gusto por el arte culinario de Luis XVI fue ampliamente reconocido en toda Francia y allende sus fronteras, al punto de ser plasmado en el arte de su época, como en esta pintura de Jean-Léon Gérôme (1824-1904), en la que el monarca comparte la mesa con Molière.

Así era la alta cocina de la que la nación francesa era mentora y decana, pues la habían creado hacía bastantes siglos. Su influencia, por supuesto, llegó a muchos confines del mundo y México no fue la excepción. El servicio, las bebidas, los alimentos, la convivencia, el protocolo… En los lugares en donde se pretendía imitar este arte gastronómico, muchas prácticas y procesos evocaban la evolución que había tenido en Francia durante los siglos XVI al XVIII.

Sobre todo a partir de que la nación mexicana comenzó su vida independiente en 1821, los cafés y restaurantes comenzaron, poco a poco, a proliferar. En ellos, fue notorio cómo las clases privilegiadas, principalmente, más alguno que otro ciudadano con cierta solvencia económica, o incluso aquellos considerados vagos, la clase militar, entre otros, acudían a los que estaban en boga para conversar o discutir sobre los vaivenes políticos y económicos que acontecían cotidianamente en aquel siglo tan convulso para México.
Y en cuanto a aquellos que intentaban emular los estándares de la cocina gala, era posible que sus restauradores habían tenido influencia de los chefs de aquel lado del Atlántico o hasta provenían de Francia, pues sabido es que desde fines de la década de 1830 llegaron cuantiosas oleadas de migrantes de este país, más aquellos que, sin pertenecer al gremio gastronómico, llegaron a la República Mexicana con las tropas invasoras francesas y luego de finalizados los conflictos decidieron quedarse a residir, emprendiendo diversos negocios que terminaron por echar profundas raíces, así como enriquecer o cambiar algunas costumbres mexicanas.

Cuenta además Salvador Novo en su obra Cocina mexicana. Historia gastronómica de la Ciudad de México, que el primer café mexicano, instalado en la Ciudad de México, surgió a finales del siglo XVIII en la esquina de Tacuba y Empedradillo (hoy Monte de Piedad). Ahí, los meseros salían de su lugar de trabajo para invitar a los caminantes a pasar a tomar café con leche y azúcar, o sea, al “estilo de Francia”.

La prensa, por su parte, daba noticia de las costumbres europeas, a lo que se sumaba la experiencia de los viajeros mexicanos, como aquellos que quizá acudieron a la Gran Exposición de París de 1867, donde con toda probabilidad conocieron lo más granado de la gastronomía francesa y lo compararon con lo visto en su ciudad natal en México, que desde luego era más diverso y acorde con los cánones no solo culturales, sino también socioeconómicos.

Al término de la Revolución francesa y con la entrada del siglo XIX, la sociedad parisina poco a poco se acostumbró a visitar los restaurantes de las diversas calles, plazas y avenidas que poco a poco popularizaban la elegante tradición de la haute cuisine. En la imagen, un dibujo de Lancelot reproducido en Magasin Pittoresque.
Desde su llegada a la capital y otras ciudades de México, los cafés también promovieron la proliferación y venta de insumos característicos de la alta cocina francesa en los diversos mercados (imagen izquierda). Con su sello francés, muchos cafés y bares de la Ciudad de México cobraron notoriedad como sitios idóneos para la conspiración, tertulia, dirimir asuntos políticos y militares, o simplemente para acudir a leer y comentar las noticias del día. En la imagen, el famoso Bar Ópera (imagen central). En la Ciudad de México se establecieron decenas de cafés que ofertaban una gran variedad de platillos y bebidas elaborados bajo los estándares de la haute cuisine. Entre los más famosos destacó el Café de la Concordia (imagen derecha).

De muchas formas, los registros de la alta cocina francesa estuvieron presentes en la cotidianidad de los mexicanos. Desde luego que no todos los lugares eran así, pero aquellos que sobresalían, como el café La Concordia,
La Gran Sociedad, el Veroly que después fue renombrado como Sociedad del Progreso –el más elegante de mediados del siglo XIX, según la prensa de su tiempo–, innegablemente tenían una marcada influencia francesa, misma que se intensificó desde los primeros años del Porfiriato, periodo en el que prácticamente todo se impregnó de las formas y ambientes de este país del oeste europeo. Por ejemplo, muy sonado entonces fue el caso de los hermanos Frisard, Juan Bautista y Francisco, quienes habían desembarcado en el puerto de Veracruz en 1834.

Los Frisard dejarían claro que los franceses habían llegado a México para marcar diferencia en el mundo de la gastronomía; y ellos, particularmente, en el de la repostería. Como se dijo antes, muchos migrantes encontraron una puerta abierta en México que no dudaron en pasar, pero la huella de los franceses fue sin duda de las más destacadas.

Junto con los finos productos y recetarios vanguardistas, llegaron también panaderos, reposteros y en general cocineros que encontraron en los paladares mexicanos un nicho por explorar y explotar. Además, como escribió Salvador Novo: “la nueva situación permitía a nuestra gula hasta entonces contenida en el pan español desbordarse hacia los pasteles franceses”.

En abril de 1842, Francisco Frisard estuvo a cargo de una fonda que compartía espacio con el antes mencionado café La Sociedad del Progreso, ubicado en el actual Centro Histórico de la Ciudad de México, específicamente en la esquina de 16 de Septiembre y Bolívar. Ahí ofertaba variados almuerzos y comidas a distintas horas del día, cuya popularidad se extendió rápidamente entre los más adinerados a través de anuncios en la prensa, tal vez por tratarse de un conjunto restaurantero de lujo en el que, posiblemente también, este personaje haya incorporado aspectos de la haute cuisine.

Enmarcados con espectaculares arreglos florales elaborados por madame Suzanne, los rituales culinarios liderados por ella misma culminaban con la deliciosa ingesta de los platillos que ella preparaba.

Frisard también vendía pasteles, merengues, cremas y otros productos con el sello incomparable de la cocina francesa. Por otra parte, había también lugar para la innovación y Frisard se dio el tiempo de experimentar con nuevas creaciones, aprovechando también su talento y cada vez mayor aceptación; para muestra, sus ofertas en las fiestas de Día de Muertos o Reyes Magos.
Tal fue su éxito que hacia finales de ese mismo 1842 llegó el cambio de local; aperturaba entonces el Café de las Damas, donde ofrecía “toda clase de refrescos, almuerzos, comidas y un exquisito surtido de pastelería” y una mesa de billar, a decir de un anuncio en la prensa. Casi un lustro después, el Diario del Gobierno de la República Mexicana anunciaba que el “joven” Frisard ampliaba su fonda, “donde a gusto los concurrentes podrán almorzar y comer a todas horas del día”.

La concurrencia era tan asidua que la fama llegó, tanto entre los franceses como entre los propios mexicanos. Como era usual en aquella centuria, los comensales solían leer el periódico en los cafés, los que a su vez ponían a disposición de estos una considerable terna. Así, el café de Frisard adquirió fama también por ofrecer diarios en francés y en español. Era, por lo tanto, un lugar para degustar exquisitos alimentos, pero también para tertuliar o simplemente enterarse del acontecer nacional e internacional, degustando un aperitivo o un digestivo.

Hacia 1851, Francisco Frisard anunciaba a sus comensales que se mudaría otra vez, además de que cambiaría de denominación, convirtiéndose a partir de entonces en el Café de París, aunque al contar también con un hotel, sería conocido como “Hotel y Café de París”, acreditándose en los ramos de hotelería, cafetería y pastelería “que se fabrica allí mismo”. La aceptación, nuevamente, fue notable. La prensa volvió a ocuparse de él, destacando El Museo Mexicano sus buenos almuerzos.

Así pasaron los años hasta que este chef y restaurador falleció en marzo de 1854, pasando la Pastelería y Fonda del Hotel y Café de París a manos de su viuda Juana, quien siguió ofreciendo un gran surtido en “gusto y paladar”, aunque la terminaría traspasando en 1867. De esta manera, el relato de los hermanos Frisard, y sobre todo de Francisco, son una muestra inequívoca del éxito gastronómico de la comida francesa en nuestro país, al igual que el de la alta cocina, los cuales se mantuvieron hasta bien entrado el siglo XX, proliferando sobre todo durante el Porfiriato.

Por eso, cuando Suzanne y Salvador se avecindaron en México, no eran un secreto los exquisitos estándares de calidad de la cocina de la nación gala, pues tanto en la capital del país como en otras entidades de la República, eran conocidas historias y personas que habían engrandecido su prestigio.

Comedor diseñado por Salvador y dispuesto en uno de los bellos salones de la casa de Mar Mediterráneo.
Desde la época medieval y hasta mediados del siglo XIX, una buena mesa, con los mejores platillos y bebidas, era considerada exclusiva de las clases privilegiadas (imagen izquierda). Con el tiempo, Salvador encontró en la enología una práctica entrañable. En su propia casa tuvo además las herramientas necesarias para producir su propio vino y aguardientes (imagen derecha).

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