Ser ama de llaves, además, era un cargo de prestigio dentro del esquema laboral doméstico requerido por la aristocracia. Palacios, castillos, palacetes, mansiones y otros recintos del tipo encontraban en ella a una empleada de confianza que llegaba a ocupar el título de señora de la casa ante la ausencia de sus patrones, sin importar el tiempo que demoraran en volver. A su cargo solían quedar un grupo numeroso de empleados que lo mismo recibían sanciones que incentivos de parte suya.
Entre sus funciones, solían estar la administración, el gobierno económico y la supervisión de las hoy llamadas empleadas domésticas, jardineros, chóferes, cocineros, institutrices, entre otros. Por todo ello, solía ser la única persona que se mantenía a disposición de los patrones a toda hora dentro de la residencia; también era quien estaba más cerca de su intimidad.
No era fácil alcanzar el rango de ama de llaves; incluso las aspirantes, por lo general jóvenes, comenzaban como doncellas y pasaban por años de riguroso adiestramiento dentro de un esquema jerarquizado y ante el cual se pensaría que tardarían bastantes años en alcanzar la cima.
Para ascender, no bastaba con que supieran limpiar o sacudir el polvo de forma excelente; debían cultivar sus modales, leer y tener convicciones morales tan firmes como las de sus patrones. Asimismo, la fidelidad debía se una de sus mayores y más importantes virtudes, pues trabajarían muy cerca de los dueños, de quienes imitaban su escala de valores, comportamiento en la vida y temperamento ante situaciones que exigían las más estrictas actitudes diplomáticas.
Desde su llegada, Suzanne supo y pudo ganarse la confianza de los Taittinger, que la eligieron para desempeñar tan importante cargo. A la distancia, es posible imaginar la titánica tarea que debía cumplir Suzanne, así como las notables experencias adquiridas que años después pondría en práctica en su segunda patria, México.
Desde que comenzaba el día, Suzanne seguramente informaba a los Taittinger sobre la jornada y cómo sería organizada; si en la casa habría invitados, quizá se reunía con la patrona y con la cocinera para definir el menú y el protocolo del servicio. Si habría huéspedes que pasarían una noche o todo el fin de semana en la propiedad, supervisaba que las doncellas acondicionaran perfectamente las camas, y les abría los clósets para entregarles el número exacto de almohadas, sábanas o toallas.
Este fino y arduo trabajo que por lo general le consumían muchas horas durante toda la semana, Suzanne lo afrontó con gran esfuerzo y tenacidad. Por ello le rindió los frutos necesarios para que tuviera algo de estabilidad económica y, derivado de ello, la oportunidad de rentar un cuarto en el 100 de avenue Kléber, donde su futuro esposo, Salvador Pesquera, tendría su taller. Su alma, corazón a prueba de todo y aura especial seguramente no pasaron desapercibidos para el sensible artista que era Salvador.